Martes 13 de abril de 2010, por Evodio Escalante
Quizás el dolor es el verdadero principium individuationis. Vivir es aprender a vivir con ese dolor que nos adviene y permanece en nosotros de forma tal que de él y sólo de él estamos obligados a extraer nuestro sentido de la identidad. El sentido del ser, mientras la época no sea otra, encarna en un sentido del yo que permite que el sí mismo se corone en la tesitura de su estremecimiento más abismal. El sufrimiento se acoraza y produce silencio, mutismo, desesperación, rabia, y una cuota de identidad. La tierra vive de nuevo por el sufrimiento, y hasta se hace habitable por él. A pesar de los pesares y por paradójico que parezca, el dolor habita. Hace espacio y crece hacia lo inmensurable. Lo dice Celan: “Imagínate: / el soldado en la ciénaga de Masada / aprende patria, de la manera / más imborrable, / contra / cada púa en el alambre.” De la púa pende la pertenencia. Insiste Celan: “Imagínate: / tu propia mano / ha sostenido / este pedazo / de tierra habitable / alzado / de nuevo /a la vida / por el sufrimiento.” Es el dolor el que insufla la vida, y algo más, lo que hace habitable el pedazo de tierra que funda la pertenencia. Si el dolor es el mal, entonces la individuación de lo humano necesita a paletadas su cuota de dolor. El dolor es genésico. ¿No será esto lo insepultable que nombra el poema al terminar? “Imagínate: / esto me tocó en suerte, / en vela el nombre, en vela la mano / para siempre, / desde lo insepultable.”
Interpretar es a menudo simplificar, lo sé muy bien. La exégesis que exigen los poemas de Celan pasa siempre por una interrogación acerca de la época en que fueron escritos, como pasa por una clarificación —así sea a tientas— sobre la circunstancia a menudo traumática evocada en los textos. Si Hegel afirmaba que la filosofía era el propio tiempo aprehendido con el pensamiento, habría que replicar que la poesía no podría ser otra cosa que ese mismo tiempo aprehendido en imágenes. Todavía Rilke puede preguntarse por la respuesta de los ángeles a su grito desgarrador. La presencia del ángel terrible no obstruye el paso de la palabra; en dado caso es fuente de una misteriosa silenciosidad. La distancia que hay de un Rilke a un Celan podría indicar el tránsito a una época a la que todavía estamos tratando de dar un nombre. En Celan como en Ingeborg Bachmann, su amiga y antecesora en el camino de la poesía, el silencio que se impone es oscuro y a la vez ominoso. “WieB ich nur Dunkles zu sagen”, “Sólo sé decir lo oscuro”, declara la escritora en uno de sus poemas más conocidos. “Wie Orpheus spiel ich / auf den Saiten des Lebens den Tod.” “Como Orfeo extraigo mi canto / de la lira del hígado de la muerte.”
En “Stretta”, uno de sus poemas más conocidos, Celan comienza estableciendo un paralelismo entre la cerrazón del cielo y la soledad de un hombre a quien ya nadie interpela: “la noche / no necesita estrellas, en ninguna parte / se pregunta por ti.” Por un procedimiento en cascada, la estrofa que sigue reitera cada vez los últimos versos de la que la antecede: “En ninguna parte / se pregunta por ti.” El pasaje que me interesa destacar le otorga un protagonismo a la palabra, esto es, a la sustancia del poema, y dice así, atendiendo al ritmo tartajeante que le impone Celan:
Vino, vino.
Vino una palabra, vino,
Vino por la noche,
Quería iluminar, quería iluminar.
Ceniza.
Ceniza, ceniza.
Noche.
Noche y noche. Al ojo
Va, a lo húmedo.[1]
La imagen del poema tiene que incidir en el ojo, tiene que conformarlo, de otro modo carece de justificación. No se olvide que la tarea principal del poema, tal como lo concibe Celan, es otorgar testimonio. En la breve alocución con la que recibe el premio de literatura de la ciudad libre anseática de Bremen, Celan lo deja muy claro: los poemas son transitivos, y por esto mismo, podría agregarse, hablan de la realidad. “Los poemas están de camino: rumbo a algo”, asevera Celan, y complementa ahí mismo: el poeta “va con su existencia al lenguaje, herido de realidad y buscando realidad.”[2]
En su famoso discurso de “El meridiano”, pronunciado dos años más tarde, el 22 de octubre de 1960 en ocasión de la entrega del Premio Georg Büchner, que años antes había recibido su amiga Ingeborg Bachmann, Celan reitera esta concepción: “El poema está solo. Está solo y de camino. El que lo escribe queda entregado a él (...) El poema quiere ir hacia algo Otro, necesita ese Otro, necesita un interlocutor. Se lo busca, se lo asigna.”[3]
Es este anclaje en lo real, y en la realidad de un “tú” al que con todo rigor se busca, lo que hace desesperar a Celan de las metáforas. Nada le disgusta tanto como que se piense que sus poemas construyen o se sirven de metáforas. En una carta a su amigo Walter Jens, en relación con unos discutidos versos de su poema “Fuga de muerte” en los que aparece la expresión “cavamos una fosa en los aires”, enfático señala: “Dios sabe que no es ni un préstamo ni una metáfora.”[4]
En su discurso de “El meridiano” corrobora, para que no quede lugar a dudas: “El poema sería así el lugar donde todos los tropos y metáforas nos invitan a reducirlos al absurdo.”[5]
El arranque de “Stretta” es inequívoco respecto del papel testimonial del poema. Por eso comienza diciendo así: “Deportado al campo / de la huella infalible.”[6] Esto no obsta para que se agregue que un tal testimonio a menudo tiende de modo fatal hacia el silencio, hacia el enmudecimiento, y lo que éste tiene de inquietante y no asimilable. Esto también ha sido abordado en el discurso de “El meridiano”. Ahí leemos: “Por supuesto el poema, el poema hoy, muestra –y eso tiene que ver, creo, a la postre sólo indirectamente con las dificultades, no subestimables, de la elección de vocabulario, de los abruptos cortes en la sintaxis o de un sentido más despierto para la elipse—, el poema muestra, es imposible no reconocerlo, una gran tendencia a enmudecer.”[7]
La corroboración más famosa, o cuando menos la más explícita, de esta epocal tendencia a enmudecer, la encontramos en el poema “Tubinga, enero” en el que se evoca la figura del Hölderlin de la torre, presa ya de la locura e incapaz de decidir entre un “sí” y un “no”. Para evitar pronunciar estas palabras comprometedoras, Hölderlin recurre cada vez para salir airoso del trance a una palabra de su invención, que no quiere decir nada: <<Pallaksch>>. Celan pone al día su herencia bíblica y articula:
Si viniera,
si viniera un hombre,
si viniera al mundo un hombre, hoy, con
la barba de luz de
los patriarcas: debería,
si hablara de este
tiempo,
debería
sólo balbucir y balbucir,
siempre, —siempre,
asíasí.
(<<Pallaksch. Pallaksch>>.)[8]