Médico de pobres y aborígenes, sin fronteras ni pretensiones. Porque los pingos se ven a la cancha. Con ustedes, un filántropo de raza.
Portador de un apellido que resuena en los oídos del mundo entero, Esteban Laureano Maradona nada tuvo que ver con la pelota y las gambetas. Aunque en el partido de la vida ha sido un verdadero crack. Médico de 10, valiente jugador ante los reveses del tiempo y encarador como pocos. Nunca se escondió, siempre pasó al frente y hasta le fue con los tapones de punta a las adversidades. Alzando la bandera del fair play, y lejos de los flashes, este naturalista, escritor y filántropo fue todo un campeón.
Camino al andar
La historia del pibe comenzó a escribirse un 4 de julio de 1895, día que Esteban asomaba al mundo desde Esperanza, provincia de Santa Fe. Una infancia provista de cantos de pájaros, aromas de flores y melodías de piano en la estancia “Los Aromos” -perteneciente a sus abuelos maternos- harían mella en la memoria y el destino de este amante de la naturaleza. Hijo de Encarnación y el multifacético Waldino (fue coronel, productor rural y hasta político -¡si llegó a ser amigo del mismísimo Sarmiento!-), no podía aguardarle menos que un futuro nómade. Y así fue como su adolescencia lo encontró en Buenos Aires, donde comenzó a estudiar medicina. Ya con el título en mano, su próximo destino sería la ciudad de Resistencia. Allá por 1930, épocas en las que la deposición de Yrigoyen estaba al caer, Esteban decide dejar sus diferencias políticas de lado y salir en defensa de la democracia. ¿Cómo? Dando conferencias en las plazas públicas; hecho por el que comienza a ser perseguido. Y lo fue al punto tal de llegar a la emigración. Tarjeta roja para “el diez”. Sí, Maradona hacía nuevamente su maleta, esta vez, con destino a Paraguay.
Aquí me quedo
Y vaya si lo necesitaron allí, a extramuros del territorio nacional. Esteban actuó como médico en la llamada “Guerra del Chaco”, que protagonizaran Paraguay y Bolivia. Aunque, como bien decía nuestro protagonista, “el dolor no tiene fronteras”; por lo que se dedicó a atender a heridos y víctimas de ambos países. Hecho que suscitó más de un intento para retener a este médico de alma. Sin embargo, la decisión ya estaba tomada. En 1935 Esteban regresaría al país. Sin embargo, a bordo del tren que lo conducía a Tucumán (donde visitaría a uno de sus hermanos para, finalmente, regresar a Buenos Aires junto a su madre), algo capaz de torcer el destino iría a ocurrir. Esteban nunca llegó a destino, ni lo haría en lo inmediato. En un pueblito llamado Estanislao del Campo, una parturienta a punto de morir requirió su atención. Esteban desciende del tren para auxiliarla sabiendo que el próximo pasaría, recién, en tres o cuatro días. Tiempo suficiente para atender a la población del lugar y a gente de campos vecinos. ¡Es que no había médicos en una legua a la redonda! El pedido fue unánime, Esteban debía quedarse allí…y así lo hizo. Se convirtió entonces en el médico de pobres y aborígenes, con quienes logró atravesar fronteras inimaginables. ¿Cómo imaginar, acaso, que la ciencia podía desplazar a la sabiduría de sus legendarios curanderos? Pero no había frontera que este gran hombre no atravesara. Incluso, las de su propio rol: además de prestar servicio médico, Maradona brindó asistencia económica, cultural y social. Filantropía pura, aquella por la que echó raíces en dicho suelo durante 51 años.
Manos a la obra
Tiempo suficiente fue aquel para hacer de las suyas. Y vaya si fueron unas cuantas: Esteban funda entonces la colonia aborigen «Juan Bautista Alberdi», en la que enseñó a cultivar algodón, cocer ladrillos y hasta construir. Así fue como hizo levantar una escuela, aquella en la que oficiara de maestro por tres años ¡Y todo a costo cero! Incluso, llegó a invertir su propio dinero para comprar arados y semillas. Mientras tanto, este incansable crack investigaba la geografía y la fauna del lugar. ¡Nada andar con medias bajas a mitad de partido! Ese al que todavía le quedaba mucho andar. Aunque pronto empezarían a llegar los merecidos trofeos: en 1981 recibe el premio al Médico Rural Latinoamericano, y su nombre comienza a aparecer en los titulares. Así como la vida rústica y modesta que aún existía en algunos rincones del país. Claro que a este Maradona con guardapolvos nunca le interesó llevarse los laureles: “Si algún asomo de mérito me asiste en el desempeño de mi profesión, este es bien limitado. Yo no he hecho más que cumplir con el clásico juramento hipocrático de hacer el bien a mis semejantes.»
Tiempo suplementario
Cuando todos piden la hora, nuestro Maradona seguía firme en el verde césped. A los 91 años, ya enfermo, un sobrino se ocupa de trasladarlo a Rosario, donde él vivía junto a su familia. ¡Y nada de clínicas privadas! Esteban fue derechito al Hospital Provincial por estricto pedido propio. Quería estar allí, “donde va la gente pobre”. Superado aquel trance, se instala con su sobrino y comienza, entonces, a escribir su final. Rebozando lucidez, estudió historia y medicina con sus sobrinas nietas. Sólo se detuvo cuando su vejez así lo quiso. Porque de anciano, nomás, murió Esteban, con la misma simpleza con la que vivió su vida. A pase limpio, sin esos lujos ni “chiches” con los que se engolosina todo jugador. El réferi pitó el final; y lo hizo un 14 de enero de 1995, a pocos meses de que el crack cumpliera 100 años. Esos que serían casi una anécdota: Esteban Laureano Maradona no precisó ser centenario; con sus 99 y moneda, ya sería una leyenda.
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