15 jun 2024

Mi viejo, la escritura, la palabra.


 

Desde muy niña, había en casa un antiguo libro de poemas. Una inmensa antología de poesía del mundo, unas 300 páginas amarillentas, ahora sin algunas hojas y sin tapas. Estaba separado por secciones de poesía religiosa, humorística, amorosa, etc. Desde mis curiosos 8 años descubrí la poesía. Quedé totalmente admirada de la forma de escritura. Dios, tanto sentimiento allí, tanto apasionamiento y tristeza. Así empecé a leer poesía y fui abducida hasta la médula por Farewell, Bécquer, Juan Ramón, Lorca. Byron, Walt Whitman, Shakespeare.

Sigo ligada a aquellas pequeñas letras que, a esa edad, lograron que sintiera que estaba allí la verdad de la existencia; si había lo verdadero, ahí yacía. Y yo lo había descubierto, sin que nadie supiera. Me encerraba a leer casi escondida, entonces a los niños nos prohibían aquellos temas.

No había más cierto en el mundo que aquellas palabras que mostraban el interior de un ser humano. Y no había más valentía que aquella de transmitir tanta profundidad.

Cuando él, mi viejo, ya estaba muy enfermo y joven, cincuenta y pico, fui en avión a buscarlo para traerlo a Buenos Aires con mi familia, porque lo iban a operar.

Él sabía que ya no volvería nunca más a su casa en Rio gallegos. Se vistió elegante, como siempre. Cuidado. Hermoso. Quiso tomar un té, con la parsimonia inglesa de siempre. El avión iba a partir. Nosotros temblábamos sin poder pronunciar una palabra. También sabíamos que no volvería. Era el último viaje. Quiso tomar el té. “Que me espere el avión, sin mí no va a salir ” nos dijo, casi graciosamente como era su costumbre.

Y se sentó placido a saborear aquel ultimo té, en su mesa. Erguido, tranquilo, disfrutando. Luego le dijo a mi hermano ”andá arriba y traé… (al instante supe lo que era aquel “traé”) el libro que está en la biblioteca.” El presente instante de la herencia, allí en vivo, por única, por última vez.

Y era este viejo libro de poemas que me dio en la mano aquella tarde. Única herencia. Luego de terminar el té, caminamos apurados  hacia la puerta para irnos, él se paró, tan erguido diosmio, tan entero, volteó hacia la puerta, mirando todo por última vez. Mi interior se quebró allí mismo, sin remedio posible. 

El, de joven, 18 años, leía aquellos poemas y los subrayaba, poemas de amor, pensando en mi madre. 

Continuo en aquel libro. 

Aquellos poemas son mi interior, único lenguaje posible.

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Otro recuerdo con mi viejo – él había crecido con la familia, algunos eran alemanes por los años 40 - en el sur, en el Hotel La Leona *, Tres Lagos, Pcia. De Santa Cruz, con una pequeña población alemana instalada desde 1910, y también con los indios tehuelches, nómades, que habitaban en carpas entre las matas y el desierto.

Bueno, no es casual esta anécdota. Él contaba que los indios se emborrachaban y se ponían a pelear, en el bar de los tíos alemanes  a punta de cuchillos. Eran altos, rudos, vestidos solo con cueros por tanto frío en el sur. Entonces venía el tío Alfredo, muy rubio él, muy alto; y comenzaba a hablarle a los indios en alemán con su voz muy fuerte, y ellos sin comprender, pero escuchando aquel vozarrón inteligible, empezaban a reírse a carcajadas entre las borracheras y se olvidaban de las peleas.

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Tal vez por eso nos trasladó una ingenua costumbre de la que no hace mucho tomé conciencia. Y era reírnos de las palabras. Él nos hacía chistes, al mostrar que cada palabra en realidad podía decir otra cosa; en medio de la solemnidad del habla, había una voz disonante o graciosa que sobresalía y desarmaba todo aquello, convirtiéndose en chiste, una gracia.

Por ejemplo, una conversación que decía la palabra poca, y el preguntaba ¿Boca? ¿Dijiste loca? ¿Quién dijo ronca? No recuerdo ahora, pero sé que nos reíamos de todo aquello. Me acostumbré a este ejercicio, escuchar no solo lo dicho, sino las resonancias, consonancias. Cualquier solemnidad podía terminar en estallido de risas. El lenguaje podía ser otra cosa. Una rotura en la lengua. Un hiato. Una cesura. La realidad ya no era tal. Siempre podía decirse otra cosa, ello también nos daba una secreta hermandad, un amparo, ya que teníamos aquel secreto que nadie tenía. Todo podía terminar en un chiste, una alegría, nada podía ser tan grave. Para la mayoría de las personas las palabras no escondían nada bajo ellas. Solo eran palabras, pero nadie se atrevería a darles vuelta como si fueran un abrigo, el cual usar del revés.

Luego ya crecida, adolescente, leyendo a Neruda, por ejemplo, la que me divertía con ellos era yo. Porque ellos reían de las palabras, de chistes, pero eran muy realistas. Entonces yo les leía una poesía al ombligo, o al caldillo de congrio. Y sus caras de espanto terminaban siendo lo más gracioso para mí.

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Luego el otro tema, o fundamental para escribir; JG me dijo “Escribi sobre ello. Es interesante “. Pasa que, hasta los siete años, creo, yo estaba segura de que todos los seres nos entendíamos por medio del habla. Que éramos iguales. Que, si decíamos algo, los demás nos entendían claramente. Sabían lo que nos pasaba. 

Sin embargo, a esa edad descubrí que podíamos hablar días enteros, pero qué decíamos. Todo el día hablábamos. De qué. De lo cotidiano, la comida, las cosas, los lugares las personas. Pero nadie sabía que pasaba en mi alma. Ni yo en el alma de otros. Teníamos verdades que ni siquiera podíamos transmitir. Acaso el otro podía entender mis sentimientos. Imposible. El otro era un extraño, un extranjero. Yo era una extranjera para el mundo. Ya nadie podría saber qué me pasaba, ni yo podía comunicarlo. Qué decir. Que tremenda decepción. Estábamos encerrados en un universo interior incomunicable.

O sea, nadie se entendía con nadie, pese a hablar continuamente. Recuerdo que con esos ocho o nueve años empecé una especie de huelga de hablar. Al darme cuenta de que lo que decía no era importante.  Nadie decía lo fundamental. Nadie sabía lo que le pasaba al otro. En definitiva, estábamos mortalmente heridos de muerte y soledad.  Fue tremendo descubrir aquello y creo que definitivamente me reenvió a la escritura. Junto con aquel libro de la herencia, tal vez descubrí que si había un modo de acercarse a otro ser era mediante la poesía. Nada más que ella podía contener en su interior los sentimientos , la verdad íntima de las personas. 

Solo allí el alma vibraba, podía tomar tu corazón, descubrir como piedras las intimas palabras, como ríos, vertientes de pura verdad.

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Pero luego de estos recuerdos voy a terminar con este poema, canción popular que tiene varias atribuciones sin saber a ciencia cierta el autor, pero circula de muchas maneras. Mi viejo, era feliz contándola de memoria a los niños, casi cantando con mucho histrionismo que hacía que lo miraran con enormes ojos asombrados de tanta verborragia alegre. 

Así eran las palabras, ese juego, esa otra cosa.


Vamos al baile


_Vamos al baile
Dijo el Fraile
_No tengo ganas
Dijo la Rana
_Invitaremos al León
Dijo el Ratón
_Pero es muy lejos
Dijo el conejo
_De aquí hay cien leguas
Dijo la yegua
_¿Por qué camino?
Dijo el zorrino
_No por el cerro
Les dijo el perro
_Ha de ser un rancho
Dijo El carancho
_No tiene alero
Dijo el jilguero
_No ha de tener luz
Dijo el avestruz
_Si hay un candil
Dijo el alguacil
_Ganaremos la delantera
dijo la Pantera
_Y ¿si me aburro?
Les dijo el burro
_Si hay muchachas
Dijo la vizcacha
_Todas son viejas
Dijo la Comadreja
_Dejemos la lata
Dijo la gata
_A que me enojo
Les dijo el piojo
_Voy por la loma
Dijo la paloma
_Me duele el cogote
Dijo el chilicote
_Tengo sarampión
Dijo el gorrión
_Me duele el callo
Dijo el caballo
_Me ha roto la uña
Dijo la chuña
_Y a mí un diente
Dijo la serpiente
_Se me caen las gafas
Gritó la jirafa
_No vienen mis hijas
Dijo la lagartija
_¡Ay que bochinche!
Dijo la chinche
_¡Ay qué macana!
Dijo la Iguana  




SFigueroa

2 comentarios:

  1. Muy bueno !! BESOS AL CIELO PARA ELLOS !!

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  2. Una caricia al alma !!! Con suaves recuerdos que desandan la vida !! Graciasssss!!

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