Ir a Lwów. Cuál es la estación
a Lwów, si no en un sueño, al alba,
cuando el rocío brilla sobre una maleta,
cuando trenes expresos y trenes bala están naciendo.
Salir de prisa para Lwów, noche y día, en setiembre o en marzo.
Pero sólo si Lwów existe, si es posible encontrarla
dentro de las fronteras y no solo en mi nuevo pasaporte,
si lanzas de árboles -de álamos y fresnos-
respiran fuerte como indios y si las corrientes
balbucean sus oscuros esperantos
y las culebras como signos suaves en lengua rusa
desaparecen en los matorrales.
Hacer la maleta y partir,
abandonar el lugar sin dejar huella,
a mediodía, desaparecer como muchachas desvaneciéndose.
Y cardos, verdes ejércitos de cardos y abajo,
debajo del toldo de un café veneciano,
los gusanos conversan sobre la eternidad.
Pero la catedral se erige, recuerdas, tan derecha,
tan derecha como el domingo
y servilletas blancas y un balde lleno de frambuesas sobre el suelo
y mi deseo que todavía no había nacido,
sólo jardines y malezas y el ámbar de las gemas de la reina Ana
y Fredro, el indecente. Siempre había demasiado de Lwów,
nadie podía abarcar sus barrios, oír el murmullo
de cada piedra abrasada por el sol,
de noche el silencio de la iglesia ortodoxa
no era como el de la catedral,
los jesuitas bautizaban plantas, hoja por hoja,
pero ellas crecían crecían tan insensatamente
y la alegría rondaba por todas partes,
en vestíbulos y en molinillos de café revolviéndose,
en teteras azules, en almidón, que fue el primer formalista,
en gotas de lluvia y en las espinas de las rosas.
Flores congeladas de forsitia amarilleaban junto a la ventana.
Las campanas repicaban y el aire vibraba,
los tocados de las monjas navegaban como goletas cerca del teatro,
había tanta gente que tenían que hacer bis una y otra vez,
la audiencia se ponía frenética
y no quería desocupar la sala.
Mis tías no podían haber sabido aún que yo las resucitaría
y vivían tan confiadas; tan para sí;
los sirvientes, limpios y almidonados,
corrían a buscar crema fresca,
dentro de las casas cierto enojo y gran expectativa,
Brzozowski venía de visita como conferenciante,
uno de mis tíos seguía escribiendo un poema titulado Por qué
dedicado al Todopoderoso
y había demasiado de Lwów,
rebosaba el recipiente, rompía cristales,
desbordaba cada estanque, cada lago,
humeaba a través de todas las chimeneas,
se volvía fuego, tormenta,
se reía con el relámpago, se tornaba dócil,
volvía a casa, leía el Nuevo Testamento,
dormía en un sofá al lado de la alfombra de los Cárpatos,
había demasiado de Lwów y ahora no hay nada,
crece implacablemente y las tijeras la cortan,
jardineros fríos como siempre en mayo,
sin piedad, sin amor, ah,
esperan hasta que el cálido junio venga
con helechos arborescentes,
ilimitados campos de verano, es decir, la realidad.
Pero las tijeras la cortaban,
a lo largo de la línea y a través de la fibra,
sastres, jardineros, censores cortaban
el cuerpo y las coronas, las podadoras operaban
diligentemente, como hacen los niños para recortar figuras,
a lo largo de la línea punteada de un corzo o un cisne.
Tijeras, cortaplumas y filos de navaja raspaban,
cortaban y acortaban la vestimenta voluptuosa de los prelados,
de las plazas y de las casas y los árboles caían silenciosamente,
como en una jungla y la catedral temblaba,
la gente decía adiós sin pañuelos, sin lágrimas,
con la boca tan reseca, no te veré nunca más,
tanta muerte te aguarda, por qué deben todas las ciudades
volverse Jerusalén y todos los hombres judíos y ahora a toda prisa,
precisamente hacer la maleta, siempre, cada día
e irse sin aliento, ir a Lwów, después de todo existe,
quieta y pura como un melocotón. Está en todas partes.
a Lwów, si no en un sueño, al alba,
cuando el rocío brilla sobre una maleta,
cuando trenes expresos y trenes bala están naciendo.
Salir de prisa para Lwów, noche y día, en setiembre o en marzo.
Pero sólo si Lwów existe, si es posible encontrarla
dentro de las fronteras y no solo en mi nuevo pasaporte,
si lanzas de árboles -de álamos y fresnos-
respiran fuerte como indios y si las corrientes
balbucean sus oscuros esperantos
y las culebras como signos suaves en lengua rusa
desaparecen en los matorrales.
Hacer la maleta y partir,
abandonar el lugar sin dejar huella,
a mediodía, desaparecer como muchachas desvaneciéndose.
Y cardos, verdes ejércitos de cardos y abajo,
debajo del toldo de un café veneciano,
los gusanos conversan sobre la eternidad.
Pero la catedral se erige, recuerdas, tan derecha,
tan derecha como el domingo
y servilletas blancas y un balde lleno de frambuesas sobre el suelo
y mi deseo que todavía no había nacido,
sólo jardines y malezas y el ámbar de las gemas de la reina Ana
y Fredro, el indecente. Siempre había demasiado de Lwów,
nadie podía abarcar sus barrios, oír el murmullo
de cada piedra abrasada por el sol,
de noche el silencio de la iglesia ortodoxa
no era como el de la catedral,
los jesuitas bautizaban plantas, hoja por hoja,
pero ellas crecían crecían tan insensatamente
y la alegría rondaba por todas partes,
en vestíbulos y en molinillos de café revolviéndose,
en teteras azules, en almidón, que fue el primer formalista,
en gotas de lluvia y en las espinas de las rosas.
Flores congeladas de forsitia amarilleaban junto a la ventana.
Las campanas repicaban y el aire vibraba,
los tocados de las monjas navegaban como goletas cerca del teatro,
había tanta gente que tenían que hacer bis una y otra vez,
la audiencia se ponía frenética
y no quería desocupar la sala.
Mis tías no podían haber sabido aún que yo las resucitaría
y vivían tan confiadas; tan para sí;
los sirvientes, limpios y almidonados,
corrían a buscar crema fresca,
dentro de las casas cierto enojo y gran expectativa,
Brzozowski venía de visita como conferenciante,
uno de mis tíos seguía escribiendo un poema titulado Por qué
dedicado al Todopoderoso
y había demasiado de Lwów,
rebosaba el recipiente, rompía cristales,
desbordaba cada estanque, cada lago,
humeaba a través de todas las chimeneas,
se volvía fuego, tormenta,
se reía con el relámpago, se tornaba dócil,
volvía a casa, leía el Nuevo Testamento,
dormía en un sofá al lado de la alfombra de los Cárpatos,
había demasiado de Lwów y ahora no hay nada,
crece implacablemente y las tijeras la cortan,
jardineros fríos como siempre en mayo,
sin piedad, sin amor, ah,
esperan hasta que el cálido junio venga
con helechos arborescentes,
ilimitados campos de verano, es decir, la realidad.
Pero las tijeras la cortaban,
a lo largo de la línea y a través de la fibra,
sastres, jardineros, censores cortaban
el cuerpo y las coronas, las podadoras operaban
diligentemente, como hacen los niños para recortar figuras,
a lo largo de la línea punteada de un corzo o un cisne.
Tijeras, cortaplumas y filos de navaja raspaban,
cortaban y acortaban la vestimenta voluptuosa de los prelados,
de las plazas y de las casas y los árboles caían silenciosamente,
como en una jungla y la catedral temblaba,
la gente decía adiós sin pañuelos, sin lágrimas,
con la boca tan reseca, no te veré nunca más,
tanta muerte te aguarda, por qué deben todas las ciudades
volverse Jerusalén y todos los hombres judíos y ahora a toda prisa,
precisamente hacer la maleta, siempre, cada día
e irse sin aliento, ir a Lwów, después de todo existe,
quieta y pura como un melocotón. Está en todas partes.
Adam Zagajewski
Adam Zagajewski nació en Lwow. Pasó a llamarse Lwow entre los años 1918 y 1939, cuando fue parte de Polonia . Ahora es Ucrania
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